La llegada del Partido Popular al Gobierno ha revitalizado
con fuerza el debate sobre la enseñanza de la religión en nuestras
escuelas. Desde su mismo origen" este debate está excesivamente
condicionado por las pasiones ideológicas de unos y otros, y los
afectados nos tememos que las decisiones políticas relativas a este
delicado asunto se vayan a seguir tomando por mucho tiempo como hasta
ahora, es decir, mediante el poder que otorgan las llaves del BOE, en
vez de a través de un debate público sosegado y racional.Para contribuir
a la racionalidad de esta discusión es conveniente ir limpiándola de
maleza ideológica. Por desgracia, las posiciones más progresistas en
materia de educación, que aparentemente deberían ser las más racionales,
no están del todo libres de falacias, tanto a causa del viejo
anticlericalismo de nuestra izquierda como por el temor a los excesos
que pueda nuevamente cometer la Iglesia en las parcelas de poder que
consiga reconquistar.
Éstas son tres de las falacias:
1. "En un Estado laico, la formación religiosa no debe ser
incluida en la enseñanza pública". El carácter laico del Estado sólo
significa de por sí que éste no puede obligar a nadie a practicar o profesar ninguna religión. Empero, si el Estado es democrático,
todos los ciudadanos tienen derecho a pedir los servicios públicos que
les parezca oportuno -con el único límite del respeto al derecho de los
demás-, entre otras cosas, porque dichos servicios son financiados con
sus impuestos. Los padres que desean que sus hijos reciban una formación
religiosa en el colegio tienen exactamente el mismo derecho a ser atendidos que los que, por ejemplo, piden un polideportivo para los suyos, o más clases de francés (servicios que no todos desearán).
2. "La asignatura de Religión no puede ser
evaluable". Quien afirma esto parece estar pensando algo así como que,
en los exámenes de religión, lo que se debe valorar es la "fe" del
alumno. Esto es claramente incorrecto. En primer lugar, porque la
asignatura intenta transmitir conocimientos sobre la religión
católica, y la adquisición de estos conocimientos se puede evaluar como
la de cualesquiera otros. En segundo lugar, porque la propia "reforma"
nos ha adoctrinado en la idea de que los profesores debemos evaluar en todas
las asignaturas una entelequia denominada "contenidos actitudinales",
que, a mí al menos, no me parecen más fáciles de evaluar objetivamente
que la simple "fe". En tercer lugar, porque si lo que se pretende decir
es que está mal, desde el punto de vista ético, "evaluar la
fe", no veo por qué sí estaría bien, moralmente hablando, evaluar, por
ejemplo, el "interés y gusto por la lectura de textos literarios..."
(currículo oficial de la asignatura de lengua y literatura); o todas las
actitudes son evaluables o ninguna lo es. En cuarto y último lugar,
porque si los creyentes desean ser evaluados en el conocimiento de su
propia religión, no parecen ser los no creyentes los más autorizados-
para negárselo.
3. "El derecho de unos alumnos a estudiar
la asignatura de Religión crearía una obligación para los demás". Esto
sería veidad si la religión fuese ofrecida simplemente como una
"prótesis" del currículo, que debiera llevar aparejada otra "prótesis"
alternativa con la que hacer que todos los alumnos tuviesen una carga
lectiva igual. Ahora bien, si se razona al contrario, la falacia
desaparece: dígase primero qué carga de horas lectivas deben tener todos los
alumnos, y permítase luego que, los que lo deseen, cubran algunas de
esas horas con la asignatura de Religión. Dicho de otro modo, hay que
desactivar el cliché de que la religión tiene una sola alternativa
"natural" (la "moral laica", o algo así): todas las asignaturas no
troncales deberían poder ser alternativas a la religión tanto como
alternativas entre sí (y, de paso, el menú de opciones para el alumno
debería incrementarse). Seguir pensando en términos del clásico binomio
"religión-alternativa" sólo demuestra una escandalosa carencia de
imaginación.
Jesús P. Zarnora Bonilla es profesor de instituto de Filosofia.
Fuente: EL PAÍS